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09 marzo 2009

¿Acabarán alguna vez las guerras?

 
Las guerras pueden estar ligadas a problemas climáticos, como la sequía, según los antropólogos.

Este artículo pertenece al periódico electrónico de marzo de 2009 “Caminos no violentos para el cambio social”. Para consultar los demás artículos de este periódico haga clic a la derecha.

Por John Horgan

Guerrear no es parte de la condición humana natural.  La civilización propugna otros medios menos violentos de efectuar cambios.

John Horgan es periodista especializado en temas científicos y director del Center for Science Writings del Instituto de Tecnología Stevens de Hoboken, Nueva York. Entre sus obras se puede mencionar The End of Science, The Undiscovered Mind, y Rational Mysticism (El fin de la ciencia, la mente no descubierta y el misticismo racional)

De  todas las formas que adopta la violencia humana, la guerra — violencia organizada, letal entre dos o más grupos — es la más profundamente destructiva. A lo largo de la historia, idealistas tan dispares como Immanuel Kant y Martin Luther King Jr. han vaticinado el fin de la guerra o de la amenaza de la guerra como medio de resolver conflictos entre naciones.

No obstante, en la actualidad, según encuestas que he realizado durante los últimos años, la mayor parte de la gente ha llegado a aceptar a la guerra  y al militarismo como algo inevitable. A la pregunta  “¿dejarán los hombres alguna vez de entablar guerras?” más de  90 por ciento de los estudiantes de mi universidad respondieron “no.” Cuando se les pidió que justificasen esta opinión, muchos de ellos respondieron que la guerra está “en nuestros genes.”

Las recientes investigaciones sobre la guerra y la agresión parecen, a primera vista, respaldar esta conclusión fatalista. El antropólogo Lawrence Keeley, de la Universidad de Illinois, calcula que más de 90 por ciento de las sociedades tribales preestatales guerrearon, al menos ocasionalmente, y muchas, lo hicieron constantemente. Los combates tribales solían consistir en escaramuzas y emboscadas, más que en batallas campales, pero con el tiempo, la lucha pudo alcanzar índices de mortalidad de hasta 50 por ciento. Según Keeley, estas conclusiones echan por tierra la tesis del filósofo francés del Siglo  XVIII Jean Jacques Rousseau de que, antes de la civilización, los hombres eran “salvajes nobles” que vivían en armonía  unos con otros y con la naturaleza.

Algunos científicos han seguido la trayectoria de la guerra hasta el antepasado común que compartimos con los chimpancés, nuestros parientes genéticos más cercanos. A partir de mediados de la década de 1970, investigadores que trabajan en África han venido observando que los chimpancés machos del mismo grupo se aúnan para patrullar su territorio y si encuentran a un chimpancé de otro grupo distinto, le golpean, a menudo hasta darle muerte.

El antropólogo de la Universidad de Harvard, Richard Wrangham,  ha señalado que los índices de mortalidad a causa de la violencia entre chimpancés del mismo grupo son comparables a los observados entre los cazadores-recolectores humanos. “La violencia de la modalidad practicada por los chimpancés precedió y sentó  las bases de la guerra humana”, afirma Wrangham, “lo que hace del hombre moderno el aturdido superviviente de un hábito de millones de años de agresión letal”.

Wrangham afirma que la selección natural ha favorecido a los primates machos, incluidos los humanos, que mostraban una predisposición a  la agresión violenta. En apoyo de su tesis cita estudios de los yanomamo, tribu polígama de la selva amazónica.  Los hombres yanomamo, de distintos poblados, a menudo realizan redadas y contrarredadas letales. El antropólogo de la Universidad de California, Napoleon Chagnon, que ha observado a los  yanomamo durante decenios, ha podido comprobar  que los hombres que mataban  a otros tenían, por término medio, el doble de mujeres y el triple de hijos en relación a los que nunca mataron a nadie.

Pero Chagnon rechaza enérgicamente la idea de que son sus instintos agresivos los que obligan a los yanomamos a luchar. Los que están realmente obsesionados con matar encuentran la muerte muy pronto y no viven lo suficiente para tener muchas mujeres e hijos.

Según Chagnon, los guerreros yanomamos con ascendiente en el grupo suelen ser calculadores y están en control de sí mismos; luchan porque es la forma en que un hombre adquiere prestigio  en su sociedad.  Además, muchos yanomamos han confesado a Chagnon que aborrecen la guerra y desearían desterrarla de su cultura — y, de hecho, los índices de violencia han disminuido radicalmente en los últimos decenios, después de que los poblados yanomamos han adoptado las leyes y costumbres del mundo exterior.

Impropia de la naturaleza humana

De hecho, la  intermitencia con que se produce ha llevado a muchos investigadores a rechazar la idea de que la guerra es una consecuencia inevitable de la naturaleza humana. “Si la guerra está profundamente arraigada en nuestra biología, va a estar ahí permanentemente”, argumenta el antropólogo Jonathan Haas, del Field Museum de Chicago. “Y no es así”.  La guerra, añade, ciertamente no es característica innata en el mismo sentido que el lenguaje,  que se ha demostrado que siempre han tenido  todas las sociedades humanas.

Los antropólogos Carol y Melvin Ember también afirman que las teorías biológicas no pueden explicar las modalidades de guerra entre las sociedades preestatales o estatales. Los Embers supervisan los  archivos del sector de  relaciones humanas de la Universidad de Yale, base de datos sobre unas 360 culturas del pasado y del presente. Aunque más de 90 por ciento de estas sociedades han entablado guerras al menos una vez, algunas luchan constantemente y otras, en raras ocasiones. Los Embers han encontrado correlaciones  entre índices de guerra y factores ambientales, en particular sequías, inundaciones y otras catástrofes naturales que hacen temer una escasez.

La educación de la mujer favorece la estabilidad tanto social como de la población

El arqueólogo Steven LeBlanc, de Harvard, está de acuerdo en que la causa básica de la guerra es la lucha malthusiana por los alimentos y otros recursos. “Desde tiempos inmemoriales”, dice, “los seres humanos han sido incapaces de vivir en equilibrio ecológico. No importa dónde vivamos en la Tierra, al fin acabamos por agotar el medio ambiente. Este hecho siempre ha conducido a la competición como medio de supervivencia, y la guerra ha sido la consecuencia inevitable de nuestra tendencia ecológico-demográfica”. En su opinión, dos factores clave para evitar los conflictos en el futuro son el control del crecimiento demográfico y el hallazgo de medios baratos para sustituir a los combustibles fósiles.

Estudios de los primates no humanos también han revelado la importancia de los factores ambientales y culturales. Frans de Waal, catedrático de comportamiento de los primates de la Universidad Emory, ha demostrado que los macacos rhesus, que normalmente parecen incurablemente agresivos, son mucho menos belicosos cuando son criados por monos rabones dóciles. De Waal también ha logrado reducir los conflictos entre monos y  simios al aumentar su interdependencia — por ejemplo, forzándoles a cooperar  para conseguir comida — y asegurar su acceso equitativo a los alimentos.

Al aplicar estas lecciones a los seres humanos, de Waal ve promesas en alianzas tales como la Unión Europea, que promueven el comercio y los viajes y, por ende, la interdependencia. Dice, “Fomentar los lazos económicos y la causa de la guerra, que suelen ser los recursos, probablemente desaparecerá”.

Tal vez la estadística más prometedora y sorprendente que ha surgido de la guerra moderna es que la humanidad en general, es ahora mucho menos belicosa que solía ser. La primera y la segunda guerras mundiales y los horrorosos conflictos del Siglo XX se han saldado con la muerte de menos de 3 por ciento de la población mundial. Este orden de magnitud es muy  inferior al índice de muertes violentas de varones en la sociedad primitiva media, cuyo arsenal se componía  exclusivamente de palos y lanzas, no ametralladoras y bombas.

Si definimos la guerra como conflicto armado que causa al menos 1.000 muertes al año, en los últimos 50 años ha habido relativamente pocas guerras internacionales, y el número de guerras civiles ha disminuido radicalmente desde que alcanzó su cota máxima a principios de la década de 1990.

La mayor parte de los conflictos consisten ahora en guerrillas, insurgencias y terrorismo —  lo que el especialista en ciencias políticas John Mueller, de la Universidad del Estado de  Ohio, llama “vestigios de guerra”. Mueller rechaza las explicaciones biológicas de la tendencia, ya que “los niveles de testosterona parecen ser tan altos como siempre”.  Muller señala que las democracias rara vez, si acaso, entablan guerras entre sí y atribuye  el declive de la guerra desde la Primera Guerra Mundial, al menos en parte, al aumento del número de democracias del mundo.

Más civilización

El psicólogo Steven Pinker,  de la Universidad de Harvard, señala otros posibles motivos del reciente declive de la guerra y otras formas de violencia. En primer lugar, la creación de estados estables con regímenes jurídicos y fuerzas policiales efectivas ha eliminado la anarquía Hobbesiana de todos contra todos. En segundo lugar, nuestra creciente esperanza de vida hace que estemos menos dispuestos a arriesgarnos a perder la vida si nos entregamos a la violencia. Tercero, como resultado de la mundialización  y las comunicaciones, hemos pasado a ser más interdependientes y a compenetrarnos más con otros que no pertenecen a nuestra tribu inmediata. Pinker concluye diciendo que, aunque la humanidad puede “fácilmente retroceder a la guerra”, “las fuerzas del modernismo están haciendo las cosas cada vez mejor”.

En resumen, muchas investigaciones desmienten el mito de que la guerra es una constante de la condición humana. Estos estudios también permiten suponer que — en contra de lo que propone el mito del salvaje noble y pacífico — la civilización no ha creado el problema de la guerra; está contribuyendo a resolverlo. Necesitamos más civilización, no menos, si queremos erradicar la guerra.

La civilización nos ha dado instituciones jurídicas que resuelven controversias mediante el establecimiento y la aplicación de leyes  y acuerdos de negociación. Estas instituciones, que van de juzgados municipales a las Naciones Unidas, han reducido enormemente el riesgo de violencia dentro de las naciones y entre ellas. Es evidente que nuestras instituciones están lejos de ser perfectas. Naciones de todo el mundo todavía mantienen ingentes arsenales, incluso armas de destrucción en gran escala, y los conflictos armados todavía causan estragos en muchas regiones. Por tanto, ¿qué debemos hacer para promover la paz, además de las propuestas mencionadas anteriormente?

El antropólogo  Melvin Konner, de la Universidad de  Emory, propone la educación de la mujer como otro factor clave  para reducir el conflicto. Señala que numerosos estudios han demostrado que un aumento de la educación de la mujer conduce a un descenso de las tasas de natalidad. El resultado es una población estabilizada, con la consiguiente reducción de la demanda de  servicios gubernamentales y médicos y del agotamiento de los recursos naturales y, por ende, de la probabilidad de malestar social.

Las  tasas más bajas de natalidad también reducen lo que algunos demógrafos llaman “ramas desnudas” — varones jóvenes, solteros, desempleados, relacionados con índices  más altos de conflicto violento, tanto dentro de las naciones, como entre ellas. Según Kunner, “la educación de las niñas es, con creces, la mejor inversión que se puede hacer en un país en desarrollo”.

La aceptación de la paz

Es obvio que acabar con  la guerra no será fácil. La guerra, justo es decirlo, es superdeterminada; es decir, puede estallar por muy distintas causas. La paz, para ser permanente, también tiene que ser superdeterminada.

Los científicos pueden contribuir a promover la paz por dos medios: primero, rechazando públicamente la idea de que la guerra es inevitable; y segundo, intensificando sus investigaciones de las causas de la guerra y la paz. El objetivo a corto plazo de estas investigaciones sería hallar medios de reducir el conflicto en el mundo de hoy, dondequiera que se presente. El objetivo a largo plazo sería señalar a la humanidad medios de lograr el desarme permanente: la eliminación de ejércitos, armas e industrias de armas.

El desarme mundial parece ahora una posibilidad remota. Pero, ¿podemos realmente aceptar ejércitos y armamentos, incluso armas de destrucción en gran escala, como características permanentes de la civilización? Todavía a finales de la década de 1980, la guerra nuclear parecía una clara posibilidad. Después, de manera increíble, la Unión Soviética se disolvió y la guerra fría terminó pacíficamente. El régimen de apartheid también terminó en Sudáfrica  sin demasiada violencia, y la causa de los derechos humanos avanza en todas partes del mundo. Si la capacidad de librar guerras está en nuestros genes, como muchos parecen temer actualmente, también lo están la capacidad y el deseo de paz.

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Las opiniones expresadas en este artículo o reflejan necesariamente el punto de vista ni la política del Gobierno de los EE.UU.

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